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«Matías Sandorf», de Jules Verne

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En 1884 Jules Verne realiza su último gran viaje a bordo de su yate, el “Saint-Michel III”. El destino es el Mediterráneo. Ese viaje, así como la novela El conde de Montecristo , de Alexandre Dumas padre, le servirá de inspiración para su obra Matías Sandorf (1885). Matías Sandorf es un conde húngaro que posee dinero, estudios y diversas cualidades; aunq ue es viu do y ha quedado solo con su hija de dos años. En Trieste, con sus amigos Esteban Bathory y Ladislao Zathmar, realizan reuniones para planear un alzamiento de los húngaros contra la opresión austríaca. Cuando no puede estar presente, Sandorf se comunica desde Hungría, a través de mensajes cifrados que llegan por medio de palomas mensajeras. Una de esas palomas, enferma, se detiene antes de llegar a destino y es encontrada por dos malhechores, Sarcany y Zirone. Sarcany logra descifrar el criptograma con la ayuda del banquero Silas Toronthal, quien no duda en denunciar a Sandorf y a sus amigos. La conspiración queda al descubie

«Mientras agonizo», de William Faulkner

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Mientras agonizo (1930; Anagrama, 2013) fue la quinta novela de William Faulkner, uno de los grandes maestros de la literatura estadounidense y Premio Nobel de Literatura en 1949. Al igual que otras de sus obras, está ambientada en el condado de Yoknapatawpha, Mississippi, lugar imaginario que recuerda al condado de Lafayette donde vivió el autor. El libro relata las peripecias de una familia del Sur, los Bundren, al trasladar en un ataúd el cuerpo sin vida de Addie —la esposa y madre— para enterrarla, según su deseo, en una parcela en Jefferson. En dos ocasiones la familia corre el riesgo de perder el ataúd, primero mientras cruza un río a través de un puente destruido y, más adelante, al producirse un incendio en un granero. Lo más llamativo de todo, sin embargo, es la forma en que está narrada la historia. Faulkner se sirve de múltiples narradores —quince en total, a lo largo de cincuentainueve capítulos—, que van configurando el relato mediante la técnica del monólogo inte

La última aventura

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El hombre yace enfermo en su cama. Trabajó incansablemente mientras pudo, pero hace algunos meses un ataque de hiperglucemia, producto de una diabetes mal tratada, lo ha obligado a guardar reposo. Una semana atrás ha tenido un segundo ataque. Perdió ya el oído izquierdo, casi no ve y hace pocos días, también, ha tenido una parálisis que le ha afectado el lado derecho del rostro. Sin embargo, el hombre de setenta y siete años está perfectamente consciente. Lo acompañan sus seres queridos; su esposa, que no se separa de su lado, su hermana menor y sus nietos, entre otros. Por momentos ve sus sombras, por momentos dormita, por momentos recuerda cosas. Se le vienen a la mente imágenes de la infancia. Vuelve a ver el Loira y los barcos que surcan el curso del río. Recuerda cuando, siendo niño, con la imaginación se subía a los obenques, trepaba a las cofas, se agarraba de los mástiles. Y en verano, cuando la familia se establecía en el campo y no había mástiles adonde treparse,

Noche de teatro

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El programa consistía en un concierto de Mozart y la Sinfonía Nº 3 de Beethoven, llamada "Heroica". Sí, aquella de la que se cuenta que el compositor dedicó a Napoleón; pero que después, al autoproclamarse éste emperador, decidió retirar la dedicatoria. Cuando llegamos, la fila para entrar al teatro era considerable, aunque avanzaba con rapidez. De todos modos, tal como lo había imaginado, los mejores lugares habían sido ya ocupados y tuvimos que subir hasta el cuarto piso, desde donde los músicos se veían muy pequeños. “La función comenzará en quince minutos”, dijo una voz por el altoparlante. Nos acomodamos lo mejor posible, pero en ese sector había muchos estudiantes, más jóvenes que nosotros, que se movían todo el tiempo y hacían crujir el piso de madera. Además, los que estaban inmediatamente delante de nosotros, un poco más abajo, se apoyaban en la baranda y obstruían parte de la visión. Y Doris estaba resfriada y, por lo tanto, un poco decaída. “La funció

La oficina

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Daniel Batista trabajaba en la oficina de un colegio. Era un hombre de algo más de cuarenta años y las canas habían comenzado a poblar su cabeza. Antes había sido un hombre alegre. A veces, al presentarse, solía decir de sí mismo, en tono de broma: «Daniel Batista, el tipo más sinvergüenza del colegio». En su reducida oficina trabajaba sin compañía. En el recinto, por lo demás, apenas había espacio para él. Cuando tenía algún tiempo libre, solía imaginar que se hallaba en la celda de una cárcel. En su mente hacía desaparecer el armario, la computadora, el teléfono, los papeles y las carpetas, y sólo quedaba un pequeño banco que pasaba a ser la cama de la celda. Y la ventana de la oficina, con sus barrotes negros, le recordaba sin mucho esfuerzo la ventana de una prisión. Batista tenía una mujer y tres hijos, dos varones adolescentes y una niña de ocho años. Había sido una linda familia, pero después de aquella recordada estafa en el colegio, de la que había sido partícipe con un co

Pequeños soles rojos

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El último día de la semana comenzaba. Desde su lugar, en un sector más elevado de la escuela, los niños de jardín de infantes podían ver a los chicos mayores que ellos: aunque ya debían prepararse para formar e izar la bandera, antes de ingresar a las aulas, algunos charlaban, otros jugaban, otros hacían bromas. También Andrés se había entretenido mirando hacia el patio grande cuando algo lo distrajo; un cuerpo voluminoso se había interpuesto en su visión. La madre de otro niño del jardín, un niño gordo y fortachón llamado Sebastián, le preguntaba a su hijo, nerviosamente y a gran voz: —¿Quién fue, quién fue? Sebastián señaló tímidamente a Andrés, y la mujer le dijo a éste desde donde estaba, como a cuatro metros, con expresión furiosa: —¡A vos te va a llevar el diablo! Pero Andrés no sintió miedo por aquellas palabras; tampoco respondió. Escuchó las amenazas como si fueran la última etapa de una experiencia desagradable. Durante todo el año, Andrés había soportado las b

El hombre que pensaba demasiado

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A lo largo y ancho del mundo, y en cualquier lugar de este, existen personas locuaces, personas de un hablar moderado y personas que hablan extremadamente poco y, cuando lo hacen, demoran mucho en responder, porque no quieren dar una respuesta incorrecta. Cierta vez me contaron de un hombre que, habiendo sido acusado, arrestado y condenado por un crimen de alta gravedad ─aunque en realidad era inocente─, debía morir decapitado en la guillotina. Pero el hombre que debía dar la orden para que se ejecutara la sentencia, había decidido que el acusado pudiera salvarse en el momento supremo con sólo responder «Sí» a la siguiente pregunta: «¿Se considera inocente?». Se constituía de esta forma en una suerte de Poncio Pilato, ya que en su interior sabía que el acusado era inocente y, además, tenía el poder para evitar la injusta muerte. Llegó el día en que la sentencia debía ser ejecutada. Eran cerca de las cinco de la mañana y estaba aún muy oscuro. El reo fue sacado bruscamente de su som